Secretos de familia
Mientras la abuela se levantó a por el postre, Elisandra
observaba el vestido de su cuñada. «Parece una puta» pensó, sorbiendo un poco
de vino. «Menos mal que mi padre siempre abre un buen reserva en Navidad».
Al mismo tiempo,
la mujer de su hermano hacía un esfuerzo por terminar de comerse el cordero
asado que su suegra había hecho, sin poner cara de asco.
―¡Silvia mujer!
¡Siempre te quedas la última! ―bromeó el suegro.
―Es que ya sabe
usted que soy muy lenta comiendo ―se defendió con una sonrisa, para que la
excusa pareciera creíble.
―¿Ha salido
bueno el cordero? ―preguntó la abuela al hilo de la conversación, regresando
con una tarta en la mano.
―Está buenísimo
mamá, como siempre ―dijo el hermano de Elisandra, mientras los demás asentían
con la cabeza. A pesar de su esfuerzo por no destacar, Silvia masticaba el
último bocado de cordero, con la cabeza metida en el plato, intentando evadir
la pregunta.
―¿Y a ti Silvia?
¿Te ha gustado? ―quiso asegurarse personalmente de la opinión de su nuera.
―Sí, sí, está
muy bueno ―mintió.
―Ay, menos mal.
Es que a mí no me gusta, ¿sabes? ―se sinceró la abuela ―Pero a Ernesto y a los
niños les gusta mucho, y una vez al año… Lo que sí que me gusta es tu vestido,
¡mira que es bonito! ¿A que sí, Elisandra?
―Sí. A mí
también me gusta mucho. ¿De dónde es?
De forma
paralela, otra conversación se iniciaba.
―Ricardito, ¿Y
cómo has sacado las notas? ―preguntó el marido de Elisandra a su sobrino, hijo
de Silvia.
―Muy bien, las
he aprobado todas con sobresaliente― aseguraba, aunque siempre le quedaban las
matemáticas.
―Qué bien.
―contestó su tío en modo de felicitación― Clara, a ver si aprendes de tu primo,
que tú nunca subes del notable en matemáticas.
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