Invitado vitalicio
Acabo
de llegar y ya están ahí. Sentados en el sofá de mi casa. Siempre se adelantan
a mis pasos. Nunca me había molestado tanto su presencia. Nunca había tenido la
sensación de que sus vidas coartan la mía. Me vigilan por motivos que yo no
conozco, intuyo por qué lo hacen, pero ni se molestan en darme razones
coherentes, solo dicen que es por mi bien. No tienen afecto hacia mí, a pesar
de que siempre se muestran muy amables; a pesar de que los conozco de toda la
vida. Incluso antes de que yo naciera, sus siluetas ya existían: sus padres atosigaban
a mis padres, sus abuelos a los míos, y así, desde que sus ancestros lucían taparrabos con piel de mamut y los míos se vestían con pellejo de gato.
Cuando
era niña me parecían simpáticos, respetables, inofensivos, bondadosos. Engañosamente protectores. Ahora no
soporto que compartan mi techo, coman de mi plato, se pongan mi pijama y
firmen con mi DNI. Me calientan la cabeza con sus problemas, y me involucran en
todas sus cagadas. Egocéntricos de mierda. Quiero huir de ellos. Ser libre. Pero
hace poco descubrí que no solo viven conmigo. Están en cada casa, en el cine,
en los hospitales, los colegios, en la televisión y los supermercados. Me
gustaría pasar de ellos, para demostrarles que no me importan nada. Pero eso es
lo que quieren. La ignorancia les da poder.
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