lunes, 28 de noviembre de 2011



Rostro sin rastro

Estaba tan acostumbrado que lo hacía sin pensar. Por eso no me acuerdo de cuándo fue la última vez. Era un vicio automático, un acto voluntario que comencé a practicar de pequeño como si fuera un juego. Tan divertido como útil. Aquella cualidad que había desarrollado me servía para hacer amigos, para ligar, para aprobar exámenes dudosos y conseguir matrículas de honor. Cuando comencé en el mundo de los negocios, tenía una amplia gama de experiencia en interpretar personajes: el vecino amable, el amigo de confianza, el joven comprometido, el alumno aplicado y el hijo predilecto. Llegué hasta lo más alto de mi carrera con una sonrisa en los labios y una mentira en la lengua. Cambiaba de careta con la habilidad de un ilusionista. No sé en qué momento dejé mi rostro por otro, este otro por cualquiera, el tercero por un cuarto, y así de manera continuada, hasta perderlo.