Rostro
sin rastro
Estaba tan
acostumbrado que lo hacía sin pensar. Por eso no me acuerdo de cuándo fue la
última vez. Era un vicio automático, un acto voluntario que comencé a practicar
de pequeño como si fuera un juego. Tan divertido como útil. Aquella cualidad
que había desarrollado me servía para hacer amigos, para ligar, para aprobar
exámenes dudosos y conseguir matrículas de honor. Cuando comencé en el mundo de
los negocios, tenía una amplia gama de experiencia en interpretar personajes:
el vecino amable, el amigo de confianza, el joven comprometido, el alumno
aplicado y el hijo predilecto. Llegué hasta lo más alto de mi carrera con una
sonrisa en los labios y una mentira en la lengua. Cambiaba de careta con la
habilidad de un ilusionista. No sé en qué momento dejé mi rostro por otro, este
otro por cualquiera, el tercero por un cuarto, y así de manera continuada,
hasta perderlo.